En las tierras del este de Barquisimeto, en un sector conocido como Caujarito, la gente hablaba en susurros sobre un fenómeno que desbordaba los límites de la realidad. Decían que, al caer el sol, cuando la luz se fundía con las sombras, el galope de un caballo y el estrépito de una carreta anunciaban la llegada de un hombre misterioso que, por más que muchos intentaran explicarlo, nunca parecía encajar en el mundo de los vivos.
A lo lejos, la polvareda que levantaba su paso era como una señal: allí venía, en su imponente carreta, un hombre de tez oscura, fuerte como un roble, con músculos que se marcaban en sus brazos mientras apretaba la cuerda que guiaba al caballo. Su presencia, tan fugaz como un sueño, confundía a los que lo veían. «¿Fue real?», se preguntaban entre ellos, y no tardaban en comenzar a dudar de lo que sus ojos acababan de presenciar. Pero algo permanecía: el eco lejano de las ruedas sobre la tierra, el inconfundible ruido de la carreta, como una melodía inquietante que solo ellos podían escuchar.
El hombre siempre aparecía sin camisa, con el sudor brillando sobre su piel como si estuviera recién salido de una jornada agotadora en los campos. Vestía pantalones de color claro —unos decían que eran blancos, otros caqui pálido— y su rostro estaba cubierto por un sombrero de palma que le daba un aire de misterio. En sus dientes, brillaba un oro resplandeciente, el cual parecía ser la única pista de su identidad, más allá de su enigmática figura.
Los testigos, temblorosos, relataban con nerviosismo cómo el espectro del hombre les dirigía una mirada penetrante, una sonrisa irónica, en la que el destello de su diente de oro cortaba el aire como un rayo. Ese gesto, esa sonrisa que era a la vez arrogante y macabra, dejaba una marca indeleble en la mente de quien lo veía. Y luego, tan repentina como su aparición, el hombre y su carreta se desvanecían, como si nunca hubieran existido.
Se decía que el ser que recorría Caujarito no era de este mundo, sino el alma en pena de un esclavo que había huido de las crueles fincas de caña en el siglo XIX. Muchos creían que, tras escapar de las cadenas que lo ataban, el hombre había encontrado su muerte en algún rincón solitario, pero su espíritu no había descansado. «Tal vez fue cazado por su osadía de soñar con libertad», decía el cronista Gabriel Marullo, quien recopiló los relatos de los habitantes de la zona.
Según la tradición oral, su aparición no era algo nuevo. Marullo relataba que la primera mención de este fenómeno databa de finales de 1860, cuando los jornaleros de la región comenzaron a hablar sobre el extraño visitante. En esa época, el sector Caujarito era conocido por su tupido bosque y por ser el camino real que recorrían las primeras procesiones de la Divina Pastora desde 1856. A medida que el sol comenzaba a ponerse, los habitantes del sector sentían la presencia de este espectro, que cruzaba las haciendas de caña, su carreta resonando entre los árboles.
Pero el misterio no terminaba allí. Unos kilómetros más allá, en el sector de Zamuro Vano, los rumores hablaban de un ruido similar: el trote de caballos y el rechinar de una carreta. Sin embargo, en este caso, los testigos nunca llegaban a ver al hombre, solo oían el estrépito a lo lejos, como si el espectro de Caujarito estuviera cruzando ahora por otro camino. Para algunos, el sonido era tan vívido como la propia visión, y los habitantes del sector, donde hoy se levanta la urbanización Barici, temían que este ruido presagiara la llegada del esclavo del diente de oro.

En una casa de adobe, con techo de tejas coloniales, se vendía guarapo de caña, una bebida dulce y refrescante que atraía a los jornaleros y comerciantes de la zona. Los rumores aseguraban que el espectro se detenía en este lugar, como si su alma en pena, cansada de su eterno viaje, anhelara el frescor del guarapo, ese néctar que lo conectaba con su vida anterior, cuando las jornadas de trabajo aún parecían tener un propósito. «El esclavo del diente de oro», decían algunos, «estaba buscando un poco de paz, como si la bebida pudiera calmar su sufrimiento».
Los relatos, cargados de misterio, no solo hablaban de un alma perdida, sino de un espíritu que nunca había encontrado la libertad que buscaba. A lo largo de las décadas, generaciones enteras crecieron con la historia del esclavo del diente de oro, ese ser sombrío que cruzaba el camino real, entre las haciendas de caña y los árboles de Caujarito. Un hombre cuyo rostro, cubierto por el sudor y el polvo, nunca abandonó el recuerdo de quienes lo vieron, como una sombra que se resiste a desaparecer.
El tiempo pasó, y los habitantes de Barquisimeto, aunque trabajaban en sus campos de caña y cultivaban sus tierras, nunca dejaron de mirar hacia el oeste, hacia las sombras que se alargaban con el anochecer. Siempre había alguien dispuesto a contar la historia, como si el miedo y la fascinación por el espectro del esclavo nunca se apagaran. ¿Será que algún día este espíritu hallará la paz que tanto anheló en vida? ¿O seguirá recorriendo el camino de Caujarito, eternamente atrapado entre los recuerdos y los ecos de su carreta?
Solo el viento, entre los árboles, parece saber la respuesta.
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